Sábado al mediodía, invierno de 1996.
Nos bajamos del colectivo 135 en Alvarez Jonte y Benito Juárez y caminamos cuatro cuadras hasta la casa de mis viejos. En esas cuatro cuadras, sin saberlo, tomamos decisiones que marcarían nuestras vidas.
Llevábamos con Marta un año y medio de casados y la idea de tener un hijo andaba dando vueltas. Ella tenía una visión algo idealizada de su futura maternidad, la presentaba como una especie de trámite que no traería demasiados cambios en nuestras actividades. Yo, como su antítesis, intentaba estirar los plazos presentando todo como una tragedia llena de problemas y sacrificios.
—No es tan fácil como decís, ¿sabés el quilombo en el que se transforma una casa?, —insistí.
—¿Y vos cómo te imaginas ese quilombo?, —me desafió.
—Imaginate que vos estás estudiando, y de repente tenés alrededor a dos chicos a los gritos, diciendo «¡Mamá, Mamá, Sebastián me está molestando!», y vos teniendo que interrumpir todo para reprenderlos: «¡Sebastián, dejá de molestar a tu hermana!».
Lo que quise describir como un infierno, me pareció exactamente el lugar donde quería vivir.
—¿Así que se va a llamar Sebastián?, —resolvió Marta.