En 2007 Sebi cursaba 5.º grado y el inglés le costaba horrores. Aunque en años anteriores había tenido a Alejandra, una maestra particular que lo había ayudado y mucho, estaba de nuevo a la deriva sin que Marta ni yo pudiéramos ayudarlo.
Como Alejandra no tenía horarios disponibles nos pusimos en campaña para buscar otra profe. Impuse mi idea de encontrar a alguien cercano a nuestra casa, que nos resultara fácil llevarlo y traerlo.
—No puede ser que dentro de las diez manzanas alrededor de donde vivimos no haya una profesora de inglés. Es cuestión de buscar —dije. Me senté en la computadora y abrí Google. “Inglés, profesora, particular, Caballito, niños”. Fui acotando la búsqueda.
—Fijate ésta, en Otamendi al 300. Es en la esquina de Bogotá, a media cuadra de la canchita de Villamayor, nos queda bastante bien —comenté tanteando el ambiente.
—Pero no sabemos quién es, no tenemos referencias, si es buena enseñando, ¡ni siquiera sabemos si es profesora! —me dijo Marta con el más elemental sentido común.
—Puede ser, pero con ir una vez y ver de qué se trata no perdemos nada —le contesté.
Llamamos por teléfono y concertamos una entrevista para la semana siguiente. Por su voz, ronca y gastada, intentamos trazar el perfil de la maestra a la que le entregaríamos a nuestro hijo por algunos meses. La realidad nos devolvería un personaje imposible de imaginar.
***
Llegamos a la casa de la esquina de Otamendi y Bogotá. La puerta de la ochava era la dirección anotada en un papelito: “Otamendi 299”. Una casa antigua, de dos plantas, persianas metálicas con varias capas de pintura, cerramientos gastados, con su frente de cemento ennegrecido por el paso del tiempo e intervenido por artistas callejeros de dudoso talento.
—Estamos a tiempo de no tocar ese timbre —dijo Marta. Pero yo no quería dar el brazo a torcer: mi intención era demostrar que no necesitábamos la recomendación de nadie, que podíamos encontrar a nuestra propia maestra de inglés. Sebi permanecía ajeno a estos dilemas, se entregaba manso a lo que decidiéramos: su momento de opinar aún no había llegado.
—No, ya estamos acá, entremos y veamos que onda —dije, y le pedí a Sebi que apretara el botón blanco del timbre redondo de baquelita que estaba justo debajo de la chapa con el 299 de la altura de la calle Otamendi.
Por la puerta de hierro forjado, con hojas de vidrio transparente, vimos acercarse la silueta de una mujer corpulenta y canosa, de edad indefinida pero nunca menos de sesenta y cinco años, levemente encorvada, portando un vestido floreado con miles de lavados encima, un saquito de lana, chancletas y un cigarrillo en la boca. “Pasen”, invitó, como quien no tiene necesidad de preguntar nada, como si la lista de entrevistas de esa semana se redujeran a una: la nuestra. Atravesamos el zaguán, después otro ambiente indefinido al que podríamos llamar living-depósito, ambos repletos de muebles y objetos provenientes de tiempos tal vez mejores pero seguramente lejanos, hasta llegar a su estudio, un espacio grande con ventana a la calle Bogotá.
No había asientos para los tres, así que me quedé parado mientras Sebi y Marta se acomodaron en unos sillones un tanto destartalados, que en los laterales dejaban ver sus resortes oxidados. La pobre iluminación, aportada por una araña con mayoría de lámparas quemadas, disimulaba poco la suciedad y el descuido. En el escritorio, de madera, amplio y antiguo, pero de esa antigüedad que no transmite valor sino abandono, se apilaban decenas de libros viejos, muchos arriba de una impresora en desuso y, arriba de la pila, coronando la torre, un cenicero lleno de colillas. Arrumbado debajo de la ventana, dormía plácidamente un gato blanco con manchas marrones y claras señales de sobrepeso. En el transcurso de la charla aparecerían un par más. Costaba determinar la cantidad total de gatos que habitaban la casa: iban y venían a discreción, mostrándonos con claridad quienes mandaban allí.
—¿Y?, ¿qué pasa con este alumno? —preguntó la dueña de casa antes de dar una profunda pitada. Le comentamos la situación de Sebi en el colegio, le mostramos exámenes y libros escolares, todo con la seguridad implícita de que no volveríamos, y que a la próxima maestra particular la buscaríamos con más responsabilidad.
—Muy bien, déjenme sola con el chico —nos dijo a Marta y a mí, desacostumbrados a dejar solo al chico. Sin reflejos, no nos quedó otra que pasar al living mientras nos cerraban la puerta en la cara. La sensación que teníamos era que le estábamos entregando mansamente a nuestro hijo a una desconocida, fumadora empedernida, en una casa en la que ni el más valiente querría permanecer más tiempo del necesario. Fueron ¿quince minutos?, ¿media hora? No lo sé, para nosotros fue una eternidad. Un viejo sofá de cuero verde remachado en sus bordes era el único descanso posible en ese ambiente, pero los nervios nos impedían sentarnos. Eso sin contar que para hacerlo teníamos que desplazar a un gato negro de ojos verdes que no nos sacaba la mirada de encima. Preferimos apoyarnos en la baranda de la escalera de madera que conducía al piso de arriba y esperar ahí. Los techos altos obligaban a fijar la mirada en los detalles de sus molduras, que se cubrían de telarañas a medida que se acercaban a los ángulos. Un empapelado triste y de tonos oscuros completaba la escena. Al rato se abrió la puerta, salieron ambos con aspecto de estar satisfechos con la negociación que habían tenido y la mujer nos acompañó con un gesto hacia la puerta. Mirando a Sebi, dijo:
—Nos vemos el miércoles que viene.
Salimos aliviados, con la seguridad de que nunca volveríamos a verla, ni a sentir su insoportable olor a cigarrillo, mucho menos pisar su casa sucia y tenebrosa. Marta tuvo la piedad de no recordarme que me dijo cien veces que no era buena idea elegir una profesora sin tener una recomendación. El tema se convirtió en tabú. No se mencionaba. Nadie hablaba de esa entrevista, ni de inglés, ni de buscar otra profesora. Simplemente, ese momento, no había existido.
Hasta que pasó una semana.
***
—Ma, es miércoles —dijo Sebi.
—Sí, lo sé —respondió Marta—. ¿Me estoy olvidando de algo?
—Tengo que ir a mi profesora de inglés, me pidió que lleve un cuaderno, puede ser viejo o usado, y algo para escribir.
—No, no vamos a volver a esa maestra, a papá y a mí no nos gustó, ni siquiera tuvo la consideración de no fumar delante tuyo, y esa casa…
—A mí sí me gustó, le voy a pedir que no fume cuando estoy yo. ¿Vamos?
Tenía esa capacidad de dejarnos sin opciones, de torcer voluntades sin que nos diéramos cuenta, de encontrarnos llevándolo donde dijimos que jamás volveríamos, preguntándonos “¿cómo llegamos otra vez acá?”.
Ese miércoles Sebi tuvo su primera clase de inglés. A la que sucedería otra, y después otra, y muchas más a lo largo de cuatro meses. La maestra dejó de fumar delante de él y, con el paso de las clases, fue ordenando su escritorio y agregando lamparitas a la araña de su estudio. Un buen día el cenicero, siempre lleno de colillas, desapareció. Y, como por arte de magia, su lugar fue ocupado por un plato de galletitas Boca de Dama a la hora de la merienda. —Son para vos —le dijo a Sebi, que las honró como si fueran Oreo. Empezó a aparecer con una camisa blanca con puntillas y pollera gris, una vestimenta más decente que los vestidos de entrecasa. Y su pelo se veía acomodado, no como de peluquería, pero sí como de prestarse un poco más de atención frente al espejo.
Me estoy olvidando mencionar algo importante: su nombre. No lo sé. Jamás lo supe. Para mí su nombre se terminó el día que perdí el papelito donde había anotado sus datos de un sitio web al que jamás pude volver a encontrar. Además, después de su primera clase, Sebi decidió rebautizarla.
—¿Por qué anotás los tiempos de los verbos al costado de la hoja en lugar de hacerlo en los espacios en blanco, como dice el ejercicio? —pregunte.
—La Señorita Krabappel me dijo que lo haga así, que antes de completar la tarea la anote a un costado y la revise con ella antes de escribirla en el cuaderno, así la llevo al colegio bien hecha.
—¿La señorita qué?
—Krabappel, como la de Los Simpson.
—¿Y así llamás a tu profe de inglés?
—Sí, no me digas que no se parece: es vieja, fuma, vive sola, y es profesora. Además parece mala pero es buena. Igual, la llamo así porque nunca me dijo su nombre, y cuando le conté que para mí era la Señorita Krabappel se mató de la risa, pero dijo que no veía Los Simpson, así que no sé de qué se reía.
***
Qué será de la vida de nuestra Señorita Krabappel.
Siempre tuve la certeza de que, para la época en que tomó sus clases, Sebi era su único alumno. Aunque presumía de tener entre sus estudiantes a grupos selectos de universitarios y profesionales, nada resultaba creíble dicho en chancletas y bata floreada.
De lo que sí estoy seguro es de que un buen día y de manera inesperada, un chico lleno de alegría llegó a su casa, tocó su timbre y, por unos meses, llenó de luz aquella vieja esquina que hoy vuelvo a ver en penumbras.