Más de seis manchas de color café con leche. Eso era todo.
Durante un tiempo no supe qué eran esas manchas. —Podrían corresponderse con un tema congénito. No tiene sentido analizarlo en este momento—, nos dijo el pediatra.
En su primer año Sebi tuvo varias complicaciones de salud, estuvo sometido a algunos estudios molestos, así que yo veía con buenos ojos toda postergación de temas médicos, como el asunto de las manchas.
Marta no estaba tan segura, por eso fuimos en busca de otras opciones, de alguien que fuera más preciso en sus diagnósticos.
Fue en el consultorio de la doctora Popovic que escuché por primera vez la palabra Neurofibromatosis. No me pareció tan tremendo. Para Marta, que ya había investigado y lo sospechaba, la confirmación le cayó como un baldazo de agua fría. —Es una tendencia a formar fibromas en los tejidos del sistema nervioso pero, en más de la mitad de los casos, nunca se manifiesta. En otras situaciones puede ser leve o se presenta en formas extirpables—, nos explicó Popovic.
—Por ahora solo tiene las manchas. Para mí siempre va a estar en el cincuenta por ciento que nunca presenta síntomas—, le dije a Marta, con algo de ingenuidad pero honestamente.
A partir de ese momento cada desnudez de Sebi se transformó en un relevamiento de sus manchas. Al cambiarle los pañales, durante el baño, si comía con el torso desnudo, siempre nuestra vista se posaba obsesivamente en sus manchas. Las analizábamos, veíamos si crecían, si aparecían nuevas.
Con el tiempo pasaron a ser parte del paisaje. Otras urgencias las fueron dejando de lado: primero, problemas de crecimiento, motrices, escolares, vómitos recurrentes. Después, llegaron tiempos mejores y las ganas de disfrutarlos: la superación, la conexión familiar, vínculos que pasaban por el placer y no por el padecimiento.
Cuando Sebi tenía ocho años el tema se volvió a instalar en la casa. La proximidad de la pubertad, etapa en la cual es más probable la aparición de síntomas, nos acercó a la Asociación Argentina de Neurofibromatosis.
Fuimos a algunas reuniones y, aunque sentíamos que no compartíamos ni sus angustias ni sus urgencias, no nos alejamos. Fue en la Asociación donde nos dieron un material que resultaría fundamental en la escolaridad de Sebi: unos cuadernos para docentes que explicaban qué tipo de dificultades podían presentarse en un chico con Neurofibromatosis y ofrecían una serie de herramientas para abordarlas. Le dimos ese material a Dorita, la directora del colegio, y a Patricia, su maestra de cuarto grado: encontraban en la descripción del perfil de alumno con Neurofibromatosis un calco de Sebi.
—Qué lástima que no nos acercaron este material antes—, comentó lamentándose la directora, descubriendo respuestas a tantas preguntas que se habían hecho hasta ese momento. Patricia enseguida tomó a ese instructivo como su biblia y así fue que, en esos pocos pero intensos años, sacaron a relucir lo mejor de Sebi.
Hoy leo en esos textos las consignas que lo ayudaron a despegar:
- Sentar al alumno en un lugar tranquilo, cerca del docente y de un compañero que pueda ser un buen ejemplo.
- Permitirle un tiempo adicional para completar la tarea.
- Acordar el tiempo de trabajo para que coincida con el período de atención.
- Dividir la tarea en partes más pequeñas para que pueda registrar cada objetivo a trabajar.
- Ayudarlo a fijar metas a corto plazo.
- Ignorar conductas inapropiadas que no tengan importancia.
- Utilizar recompensas y consecuencias inmediatas.
- Usar retos “prudentes” cuando se porte mal o no pueda cumplir las tareas prolijas (evitar los “sermones”).
- Elogiarlo cuando levantó la mano para contestar una pregunta.
- Permitir al alumno levantarse de vez en cuando mientras está trabajando.
- Generar oportunidades para que pueda levantarse (pedirles que lleven algo de un lugar a otro, borrar el pizarrón).
- Darle un pequeño recreo entre dos trabajos.
- Hacerle acordar de que revise su trabajo si su producción es apurada.
Pero la Neurofibromatosis no era solo un asunto escolar. En el colegio se hacían notar sus efectos colaterales, pero se trataba esencialmente de un tema médico.
Las consultas periódicas a un neurólogo del Hospital de Niños siempre eran satisfactorias, nada de lo neurológico estaba afectado. Su última consulta fue en noviembre de 2007. Lo encontró excelente. Analizó una resonancia magnética, lo evaluó físicamente, conversó con él y probó sus reflejos corporales y mentales. A esa altura yo me sentía un vencedor, valía la pena ser optimista: Sebi pertenecería a la mitad de afectados cuyo único síntoma en toda su vida serían esas manchas en la piel. Marta no pensaba como yo. Estaba más informada, tenía pánico a la edad del desarrollo, había prestado más atención en las charlas con los otros padres de la Asociación. Periódicamente comprobaba en su mapa con las manchas café con leche que a Sebi no le aparecieran manchas nuevas.
En enero de 2008 apareció algo más que las manchas: un fibroma en el cerebro. En solo seis meses ya no lo teníamos más.
Recién entonces entendí de qué se trataba la enfermedad. Y que tanta angustia en Marta tenía un motivo: la probabilidad, pequeña pero real, de que las cosas se complicaran. Me preguntaba si ser menos ingenuo me hubiera servido de algo. “Saber hace mal”, le repetía a Marta, cuando la encontraba investigando en internet.
A veces, cuando nada puede hacerse para que las cosas sean diferentes, saber hace mal.