Durante los meses de su enfermedad, entre enero y julio de 2008, Sebi terminó de desarrollar un sentido del humor muy logrado. Lo venía elaborando con el método de prueba y error: tiraba su gracia y se fijaba en el impacto. Unas veces salía algo ingenioso, otras, una pavada. Fue en ese momento que empezaron a llegar las acotaciones cortitas, ácidas, irreverentes, a las que les sucedían sus propias carcajadas, auto-festejando el éxito de sus palabras.
Por esos días yo empecé a preparar pizza los sábados a la noche. Una individual a él y a Sofía con sus gustos favoritos, sin importar lo ridículo que fuera el pedido. Así fueron a parar arriba de la mozzarella los ingredientes más inverosímiles. Los favoritos: salchichas con mostaza. Aunque también berenjenas en escabeche, pedacitos de milanesa, rodajas de banana y algunos más.
Los puntos difíciles de mi relación con la pizza eran la forma y la consistencia. Estaba obsesionado con que saliera perfectamente redonda y lo suficientemente rígida como para que se pudiera comer con la mano. Pero nunca terminaba de salir redonda. La masa, inadaptada y rebelde, se reacomodaba a su antojo después de que le diera su forma perfecta. A nadie más que a mí le importaba la redondez milimétrica de la pizza, pero sacaba una detrás de la otra en busca del círculo exacto.
Después de algunas semanas de entrenamiento, un buen día me sentí orgulloso de la perfecta redondez de mi pizza.
Nos sentamos a comer y les dije a todos: —me salió como un plato, —refiriéndome al círculo perfecto. —Sí, te salió como un plato —asintió Sebi—, dura como morder un plato, —y estalló en una carcajadas ante una pizza que no se dejaba comer.
Él estaba pleno sintiendo que había elaborado su propio sentido del humor, y yo estaba pleno con su plenitud.