—¡No me cuentes el final! —me pide Sofía mientras empieza Cuando Harry conoció a Sally, película que vi no menos de una decena de veces. Es evidente que gran parte del atractivo en cualquier relato es mantener en vilo a los lectores hasta la última página, haciéndolos imaginar un abanico de remates posibles.
No todo escrito puede cumplir con este requisito.
Algunos necesitamos contar historias de guerras ya libradas, o de amores imposibles en transatlánticos condenados a hundirse.
Es mi caso, no tengo otra opción que empezar contando el desenlace: este es un libro acerca de un padre al que se le muere un hijo, y no hay atajo literario posible que pueda torcer este designio.
Al momento de escribir, tengo una certeza: nadie va a llegar a la última página si me quedo en el relato de la tristeza, sin más. Y una advertencia: no me propongo contarles que puede haber algo bueno en todo esto.
El efecto no buscado de estos textos, escritos en los 5 años posteriores a la muerte de Sebi, es descubrir, sin ánimo de autoayuda, que hay un camino que lleva a sobrevivir al dolor más intenso. Un camino que hay que transitar sin saltearse ningún tramo. Especialmente aquellos donde sentimos que la vida ya no vale la pena.
Un trayecto que se construye reviviendo historias. Simples, cotidianas, como las que se viven en cualquier familia, pero que cobran otro significado ante la repentina ausencia de uno de sus protagonistas.
Entonces rebobinamos: hurgamos en sus dichos, en sus actos, en sus decisiones, para poder coser las partes y, al final de ese recorrido, entender su legado.
Y este es el final del que hablaba.
Yo encontré cierta paz al sentir que puedo transitar este trayecto.
Una paz que incluye la tristeza y el dolor, pero que se propone dejar afuera al odio y al resentimiento.
Una paz imprescindible para retomar el resto de mi vida.
Dicho esto, voy a empezar por el final, porque este es un camino que se recorre al revés.