Una tarde de otoño de 1999 vino a casa Cecilia Mendizabal, del laboratorio que comercializaba Genotropin, a explicarnos cómo se debían realizar las aplicaciones.
Yo estaba ahí, en un horario en el que debería haber estado en la oficina, solo como una formalidad, para compartir las explicaciones. Era claro que esa charla no era para mí, yo jamás iba a inyectar a Sebi ni a nadie.
El sol de la tarde entraba por la ventana del living y llegaba hasta las patas de la mesa en la que Cecilia, Marta y yo, tomábamos un café. Sebi iba y venía sin inquietarse, no sabía de qué se trataba el asunto.
La hormona de crecimiento se aplicaba mediante una inyección subcutánea, para la que se utilizaba un aparato similar al que usan los diabéticos.
Si bien la primera época estuvo totalmente a cargo de Marta, yo terminé aplicando 2.922 inyecciones de hormona de crecimiento. ¿Cómo? No se. El traspaso de responsabilidades se fue dando naturalmente. Puede haber sido cuando Marta quedó embarazada de Sofía, antes o después. La cuestión es que, pasado un tiempo, yo ya era el “vacunador oficial”.
Sentía que nadie lo hacía mejor que yo. No lo vivía como un sacrificio, lo hacía con la seguridad de estar haciéndole un bien, y qué mejor que en mis manos.
En el momento de inyectarlo Sebi se transformaba en una extensión de mi cuerpo. Se me sentaba a upa y, con mi mano derecha, agarraba su mano izquierda, como si nuestros brazos se transformaran en uno solo. Con mi mano izquierda le aplicaba la “vacuna” (así le decíamos) sobre su brazo izquierdo.
—¿Y, te dolió? —le preguntaba. Nunca me contestaba que no, aunque yo sabía que una subcutánea después de tantas aplicaciones se transformaba en un hábito tolerable. Él prefería decirme “mucho menos” o “te sale cada vez mejor”, como una forma de calificar mi trabajo, alentándome a seguir mejorando pero sin permitirme nunca graduarme.
Cada tanto me decía —¡ay, me dolió! —y me miraba enojado—, ¡esta vez me la diste mal!
***
A los tres años le hicieron un estudio para saber porqué no crecía. Había que medirle el dosaje en sangre de algo, con extracciones hechas cada dos horas y, entre extracción y extracción, tenía que comer. Todo complicado. El resultado fue «déficit de hormona de crecimiento».
Para mí ese fue un punto de inflexión. Ya no me podía desentender, tenía que asumir que Sebi era un chico que necesitaba más cuidados que la mayoría, que yo iba a tener que ser más padre de lo que había sido hasta ese entonces.
Inyectarlo todos los días lejos de convertirse en un factor de tensión, marcaron el inicio de una nueva etapa en nuestra relación. De a poco fui entrando en su mundo, ganando su confianza, compartiendo las cosas que a él le interesaban. Esa ceremonia de buscar el aplicador, colocar juntos la aguja, acomodarnos según sus indicaciones, unir nuestros cuerpos en un abrazo, fueron momentos sin los cuáles ninguno de los dos hubiéramos sido los mismos. Él no necesitaba un asunto médico más, eso está claro, pero yo necesitaba una sacudida de la vida para asumirme como padre.
Algunas tardes, cuando me quedo solo en la oficina, cierro los ojos y lo imagino a upa. Estiro mi brazo derecho para aferrar su brazo izquierdo, con mi mano izquierda hago el gesto de insertar la aguja, oprimir el botón para que ingrese el líquido, y retirar el aplicador suavemente. Y lo escucho diciendo “buenísimo papá, no me dolió nada, esta vez, me diste la vacuna muy bien”.