El martes 15 de julio de 2008, cuando decidieron dormirlo, juro que estaba seguro de que no sería para siempre. Ya habíamos estado otras veces en la internación pediátrica del Sanatorio de La Trinidad. Prefería imaginar que ésta sería una más. Siempre tuve un optimismo ingenuo, una esperanza infundada de que, en algún momento, la situación comience a revertir. —Si lo malo llegó en forma inesperada y azarosa, ¿por qué no puede suceder lo mismo con lo bueno?—. Un tumor, producto de una enfermedad congénita llamada Neurofibromatosis, presionaba el tallo de su cerebro. A Sebi le costaba mucho comer y, nos decían, pronto le iba a costar respirar: un sufrimiento que era preferible evitarle. No lo pudieron dormir fácilmente. Les llevó todo el día.
Empezaron desde la mañana a suministrarle medicación. —En unas horas va a estar sedado—, nos garantizaron.
Pero no se dormía.
Sebi nunca fue un chico estándar. Lo que para otros era suficiente, para él, no. Lo que para otros era poco, para él era suficiente. Esta no era la excepción.
Ese “no encajar” en lo establecido le trajo varios padecimientos: físicos, sociales, pedagógicos, pero los venía superado todos con una personalidad que yo envidiaba. En el verano de 2008 estaba en su mejor momento cuando la enfermedad, agazapada, a la espera de dar su golpe demoledor, se desató. Seis meses después nos tenía ahí, al borde de la cama, rodeados de aparatos médicos, queriendo arrebatarnos lo más valioso que teníamos en la vida.
Le aumentaban de a poco la dosis, pero seguía despierto. No podía hablar, pero podía asentir, y sabíamos qué preguntarle: —¿Querés chocolate?—. A cada rato le dábamos para que disuelva en su boca pedazos de barritas Kinder.
Su fanatismo por el chocolate era total. Tantas veces se lo habíamos prohibido, creyéndolo responsable de sus dolores de cabeza y sus vómitos, que en ese momento sólo pensábamos en compensar las privaciones a las que lo habíamos sometido.
Pasaron varias horas, estaba adormecido pero, para nosotros, claramente consciente. Como todos los padres (algunos más intensamente por las circunstancias que les tocan), habíamos desarrollado una simbiosis con Sebi que nos permitía sentirlo.
Increpamos a la pediatra de guardia, si no le parecía una tortura tardar tantas horas en dormirlo. —Con la cantidad de medicación que le pasamos, ya está dormido. Puede tener algún movimiento reflejo, pero dormido, seguro está—, nos dijo con certeza. A esa altura, toda nuestra relación con el mundo médico estaba cuestionada. El delantal blanco y el hablar distante ya no nos generaban autoridad alguna.
Fuimos con la médica a la cabecera de la cama. Sebi estaba con los ojos cerrados y una expresión relajada. —¿Ven?—, dijo la doctora. Pero no era cuestión de ver. Nosotros sabíamos que Sebi estaba con nosotros. Era un conocimiento que excede la ciencia, ese vínculo finalmente inexplicable, ser dos partes de una misma cosa.
—¿Querés un pedacito de chocolate?—, le pregunté.
Sebi, con los ojos cerrados, asintió con la cabeza, y nos regaló su última y más hermosa sonrisa.