Enero de 2008 fue el peor mes de mi vida, si no contamos el mes en el que Sebi falleció. Las vacaciones en Aguas Verdes con la familia de mi hermana Beatriz incluían pasar fin de año junto al mar, viendo el espectáculo de los fuegos artificiales a lo largo de toda la costa atlántica, hasta donde alcanzara la vista.
Fue durante la celebración cuando empezamos a notar los primeros síntomas raros en Sebi. En la cena empezó a mostrar una mueca al hablar. Mi primera reacción fue de enojo, me parecía que era una costumbre que se le había pegado y no me gustaba. No era la única señal de que algo andaba mal: también le costaba levantar las botellas de gaseosa, y por eso se la pasaba pidiendo que le sirviéramos. “Sebi, estás grande, vas a cumplir 11, ¿hasta qué edad te tengo que servir la bebida?”. Salíamos a la calle y me agarraba la mano para cruzar, en una localidad donde casi no pasaban autos. “¿Sebi, por qué no mirás si vienen autos en lugar de agarrarme la mano cada vez que cruzamos?”. Durante todas las vacaciones fue mostrando pequeñas dificultades que no eran comunes y nos preocupaban, pero no parecían tan graves como para volvernos. Pensábamos que dramatizar de más solo empeoraría las cosas.
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Ese verano estábamos en un excelente momento de la relación padre-hijo. Habíamos encontrado mucho para compartir, yo había descubierto sus potencialidades y había dejado atrás mis expectativas desmedidas, y Sebi había triunfado en su lucha por ser él mismo y no quien otros quisieran que sea. Estábamos en paz. Aprovechando las vacaciones, buscaba que logre cierta autonomía. Se lo veía muy cómodo con el séquito de gente que hacía las cosas por él, y todo lo cotidiano lo tenía resuelto en bandeja. Que se sirva la bebida solo o que cruce la calle sin ayuda eran pequeños gestos, creía yo, hacia su independencia.
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Teníamos cierta rutina, al estar viviendo cerca del mar, que consistía en dividir nuestra estadía en la playa en turno mañana y tarde: al mediodía hacíamos un break para almorzar en alguna de las casas, dos dúplex pegados, uno para cada familia. En general se trataba de algo liviano, sándwiches, ensaladas, algo para picar. Una sola cosa nunca faltaba: aceitunas. Y los responsables de comprarla éramos Sebi y yo. La razón es vieja como la historia del hombre, una razón de ojos claros y pelo ondulado.
La fiambrería de la calle Diaguita esquina Crucero La Argentina estaba bien puesta, un escalón más arriba que el típico negocio de temporada en la costa, llena de toneles con aceitunas verdes, negras condimentadas, berenjenas en escabeche, corazones de alcaucil, morrones con ajo y conservas de todo tipo. Las estanterías de madera, intencionalmente rústicas, mostraban frascos con delikatessen de esas que uno se permitía solo en verano. Una pequeña heladera, en mejores condiciones que las que se solían ver en el resto de los negocios, nos mostraba la oferta de quesos y fiambres impecablemente presentados. Detrás de la heladera, que funcionaba al mismo tiempo como mostrador, atendían los dueños: una pareja joven con ganas de marcar la diferencia respecto del típico almacén de la costa atlántica.
Los primeros días íbamos al negocio para comprar fiambres, pan saborizado, alguna otra cosita para la previa del almuerzo y, por supuesto, aceitunas. A veces iban unos, a veces otros. Después de unos días dejamos de comprar fiambres, esa costumbre diaria nos estaba complicando el presupuesto, pero nunca dejamos de ir en busca de aceitunas. Sebi había detectado un horario clave para ir: apenas después del mediodía el novio nunca estaba. Se iría a reponer mercadería o a atender otros asuntos, lo importante es que, en ese momento del día, ella estaba sola. Si bien no había sido idea mía, me gustaba. Era en ese momentos en el que entablábamos conversaciones de una extensión desproporcionada para una compra de solo doscientos cincuenta gramos de aceitunas verdes sin carozo. Y era ahí donde Sebi desplegaba su herramienta de seducción más poderosa: la palabra.
Sabía relacionarse con el mundo de los adultos con facilidad pero, en este caso, creo que su interés no estaba relacionado con la edad de la vendedora de aceitunas sino con su género.
La chica era simpática y le gustaba charlar. Tenía una clara debilidad por Sebi y le festejaba sus comentarios creativos. Pero él no tenía con ella los mismos diálogos que con el heladero o el tipo de la casa de videojuegos. Intentaba impresionarla. Si no fuera porque tenía diez años, hubiera pensado que estaba tratando de conquistarla. No era una conclusión difícil: era muy linda, siempre con una sonrisa, de rasgos delicados y cuerpo agradable, piel bronceada, un pelo largo y algo ondulado y unos ojos tan verdes como las aceitunas que le comprábamos. Poco más del doble de los años de Sebi y poco menos de la mitad que los míos. Cuando le hablaba lo hacía con ternura, con esa cara que desarrollan las mujeres cuando ya están pensando en la maternidad, y Sebi la miraba con esa cara que desarrollan los chicos cuando ya están pensando en… las mujeres. Claro que esa ternura se interrumpía al momento de decirme a mi “Son mil setecientos”, y desaparecía por completo con el cruel: “que ingenioso que es su hijo, señor”.
Nunca tuve chances en la competencia con Sebi por impresionar a la chica de las aceitunas pero, si existía alguna, se terminó en esa tarde donde discutimos delante de ella por plata.
—Sebi, llevemos aceitunas comunes, las sin carozo son muy caras y somos muchos para comer —le dije.
—En realidad son más baratas, papá, porque el carozo es lo que más pesa en la aceituna: si te fijás cuántas sin carozo y cuántas con carozo entran en doscientos cincuenta gramos, te vas a dar cuenta de que aunque pagues más, te llevás muchas más aceitunas.
La chica que escuchó todo nuestro diálogo quedó fascinada con Sebi y su razonamiento simple que dejaban al adulto, es decir a mí, como a un tonto. Y debo decir que me gustaba jugar ese papel, de cómplice, el de darle pie para que haga eso que mejor sabía hacer.
¿Habrá sido su primer amor de verano? Finalmente ninguno de los dos se quedó con la morocha de pelo ondulado y ojos verdes. Pero estoy bastante seguro de que algo de Sebi quedó en ella. Seguro que si todavía tiene un negocio que vende aceitunas, convence a sus clientes de que lleven las que no tienen carozo porque pesan menos.