Le dicen transferencia. Trato de no hurgar mucho en los asuntos de la psicología, no quiero perder la magia. Y saber demasiado es, a fin de cuentas, eso, perder la magia. Me quedo con esos pocos conceptos que escuchamos al pasar y repetimos al volver. Transferencia, vínculo necesario entre el paciente y el analista para que la cosa funcione. Ni idea de qué es lo que se tiene que transferir, pero Sebi tuvo la suerte de cruzarse en la vida con una analista con la que generó un lazo inquebrantable, un espacio vital que le dio las herramientas que necesitaba para sacar a relucir lo mejor de sí.
***
En julio de 2003 el colegio nos convocó a Marta y a mí a una reunión con la maestra y la directora. Promediaba primer grado y los pronósticos sobre su escolaridad no eran buenos. “No está rindiendo”, “su motricidad fina no progresa”, “se distrae mucho con cualquier cosa”, “creo que si no hay un cambio importante Sebi no va a poder pasar de grado”, dijo la maestra. “Yo lo que les recomiendo es hacer una consulta psicológica”, sugirió la directora.
Me fui enojado, creía que había abuso de psicologísmo, de sacarse el problema de encima, intentar que se haga cargo otro.
—¡A vos te parece que un chico de seis años necesita ir al psicólogo! —le dije indignado a Marta.
—Yo creo que podemos consultar —me contestó.
Teníamos a quién pedir recomendación: entre familia y amigos estábamos rodeados de psicólogos. Alejandra, amiga de Marta, era una voz muy respetada por nosotros. Tenía una perspectiva bastante acertada del estado de las cosas, nos aportaba un punto de vista diferente, nos sacaba del discurso escolar para entender a Sebi como un todo. Fue ella la que nos recomendó a Inés.
Tuvimos una reunión inicial, y esa fue una de las dos o tres veces que entré a al consultorio de Inés. Es que tenía una actitud negadora, entendía que la solución no pasaba por ir a un psicólogo. Estar ahí era como una rendición, me obligaban a aceptar que mi hijo era débil, que necesitaba ayuda, que esa ayuda que necesitaba no iba a venir de mí.
Pero sí lo iba a buscar. A la salida de las primeras sesiones le preguntaba a Sebi:
—¿Y? ¿Qué hicieron?
—Jugamos, estuvimos armando formas.
—¿Y hablaron algo?
—No, solo jugamos.
Esas respuestas confirmaban lo que pensaba, que toda esa inversión de tiempo y dinero iba a resultar inútil.
Pero estaba equivocado.
Sebi empezó a mejorar en todos los aspectos. De a poco, con mucha ayuda y sin sobrarle nada, transitaba la escuela con mejores perspectivas. Finalmente se alejaron los fantasmas y atravesamos el fin de año con tranquilidad. La frase “repetir de grado” dejó de sonar en nuestras cabezas y pasamos a mejores temas, como vacaciones y playa. De todas formas, yo dudaba de que el progreso fuera fruto de la terapia. Más bien creía que, parte la naturaleza, parte el azar y parte un acompañamiento muy cercano de Marta, habían hecho el trabajo duro. Fue así que forcé que el inicio de segundo grado fuera sin analistas. No quería que Sebi se transformara en un paciente crónico desde tan temprana edad. —Que le queda para la adolescencia, la juventud y la adultez si arranca con psicólogo a los seis años, —argumentaba.
Esa mitad de 2004 no estuvo buena. No le iba bien en el colegio, no construía vínculos de amistad, los vómitos se repetían cada vez más. Con algo de resignación, acepté que vuelva a hacer análisis y no me atraví a cuestionar ese vínculo nunca más. Desde ese momento y por 4 años Inés fue su psicóloga y una de las personas más queridas por él. Sebi en esos años forjó una personalidad propia, reconociendo sus fortalezas y apoyándose en ellas, también aceptando sus debilidades y sacándolas de su agenda. ¿Los vómitos? Seguían, siempre siguieron, pero se espaciaron, empezaron a ser controlados, desdramatizados, impidiendo que se adueñaran de los buenos momentos. ¿La escuela? Dejó de ser un tormento: a medida que la motricidad cedía protagonismo ante el razonamiento, Sebi tuvo un lugar más reconocido en la comunidad. Los amigos, que nunca fueron tantos, fueron buenos. A falta de liderazgo, contaba con el afecto de la mayoría.
Atrás de todo esto estaba Inés. Lo veíamos en Sebi, en su necesidad de llevarle religiosamente un chocolate a cada sesión. En realidad dos, uno para cada uno. O regalarle alguna artesanía, hecha siempre con esfuerzo y dedicación. Y nunca, pero nunca, lloviera o tronara, en invierno o en verano, querer perderse un encuentro. La fórmula de Inés era simple: creía en Sebi.
Nunca supe demasiado qué pasaba dentro de esas cuatro paredes. El vínculo entre ellos fue hermético, íntimo. Pero era evidente que de ese consultorio no salía el mismo Sebi que había entrado. Después de 5 años de trabajar intensamente para lograr su mejor versión, lo había logrado: su vida ya no sería la misma.
Y la de Inés, tampoco.