¿Habrá algo peor que la muerte de un hijo?
Ni la propia muerte puede ser peor.
Pienso la muerte como placeres que dejaría de gozar, no de sufrimientos y angustias que se prolongarían en el más allá.
¿Qué puede parecerse a esta opresión que uno siente en el pecho, esta herida siempre abierta que, a cada instante y sin remedio, se nos revuelve sin piedad, sin esperanzas de cicatrizar ni de, aunque sea, empeorar para terminar de una vez por todas con este tormento?
Cuando la tragedia te roza, cada día que pasa es un día más a favor del olvido. Pero cuando te atraviesa, se repite cada día. Como la película El día de la Marmota, en la que Bill Murray se despierta todos los días en el mismo día. No hay día en el que Sebi no se me muera un poco más.
Porque la fantasía, irracional pero inevitable, es que vuelva. Pero no que vuelva su recuerdo, ni que viva en sus valores de gran persona. Quiero que entre caminando por la puerta. Y cada día que pasa es una nueva muerte para esa ilusión. Aún así tengo derecho a mi propio pensamiento mágico, como otros lo tienen respecto a dioses omnipresentes, ángeles con alas, aguas que se abren al paso de pueblos elegidos y crucificados que resucitan.