Gameboy. Niño-juego. Encaja a la perfección en la descripción que uno puede hacer de Sebi.
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Fue su objeto de deseo durante meses. Al principio lo mencionaba como un imposible, pero era una trampa cazabobos, donde el bobo vendría a ser yo. Empezaba nombrándolo, describiéndolo, instalando el tema en la mesa familiar. Cuando querías acordarte, ya estábamos hablando de las formas de pago. Como la gota que orada la piedra, como Bart y Lisa con “llévame a Monte Splash”, Sebi iba por lo suyo con la seguridad de que no había razón en el mundo que le impidiera alcanzar su objetivo. Y el suyo, en ese momento, era el Gameboy.
¿Qué era? Una consola de juegos portátil. Primero salió en una versión bastante rústica, después mejoró y pasó a llamarse Gameboy Color, que es la que finalmente consiguió Sebi. Los juegos se cargaban en cartuchos difíciles de conseguir, un producto valioso en el siempre difícil mercado negro del Parque Rivadavia.
Pero algo tan simple, equivalente hoy a tener un celular con juegos, trajo bastante polémica.
—No, —era mi respuesta inicial a casi todos sus pedidos, para después pasar a reflexionar sobre si eran válidos— no podés llevarlo al colegio, se te puede romper, perder, lo vas a tener que prestar, recién lo compraste, disfrutalo en casa primero, —dije por decir, repitiendo un mandato inútil y oxidado.
Ese “no” como respuesta inicial solo se sostenía en una pequeña cantidad de situaciones. No viene al caso hacer un análisis detallado del principio de autoridad en mi casa por esos días, solo diremos que ese fue uno de los momentos en el que me vi obligado a revisar mi posición. Mucho después me di cuenta que era evidente que Sebi siempre tuvo en mente tener un Gameboy para llevarlo a la escuela.
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El Sebi-alumno nos preocupaba y mucho. Su rendimiento escolar era pobre y la concentración no era uno de sus puntos fuertes, parecía una pésima idea que llevara un elemento tan distractivo. A pesar de la evidencia, cedimos, y el Gameboy consiguió su primera funda para viajar al exterior de la casa.
Después de una semana llevando al grado su novedad, la maestra nos llamó a Marta y a mi para que conversemos sobre cambios que se habían producido en el aula.
—Sebi estuvo trayendo un aparato a la escuela. Él de por sí ya es un chico que no participa mucho de los juegos colectivos o deportivos, prefiriendo las actividades más solitarias como la lectura o los juegos de cartas. Creo que no es buena idea que traiga un dispositivo individual que lo aísla aún más del entorno. Sería mejor despojarlo de aquello que le sirve de excusa para no interactuar, —nos dijo su seño.
Le explicamos eso mismo a Sebi pero dejándolo librado a su decisión: nos parecía cruel imponerle que se deshaga de algo que para él era más que un juego, era un instrumento con el que, intuíamos, estaba construyendo vaya uno a saber qué, algo que ni el colegio ni nosotros entendíamos bien, pero que no por eso debía ser necesariamente malo.
Por supuesto que, ante la posibilidad de elegir, siguió llevando el Gameboy al colegio todos los días, religiosamente y sin ningún tipo de culpa.
Parece que la visión de la maestra —y que nosotros compartíamos—, de ensimismarse con su objeto y desatender la vida escolar y social, no sólo no se cumplió, sino que pasó todo lo contrario. Sebi y su Gameboy se convirtieron en el centro de atracción de los recreos. Hasta se formó el “Club del Gameboy”, integrado por varios chicos y un solo Gameboy. Empezó a ser valorado por su condición de vocero de un nuevo entretenimiento (como después lo sería de otros), buscado e invitado por sus compañeros interesados en el juego, sí, pero también en la impronta que Sebi le ponía a sus explicaciones técnicas.
Al final, en lugar de marginarlo el Gameboy lo ayudó a integrarse. La maestra nos contaba sorprendida cómo de un objeto individual se había generado un acto colectivo. Tiempo después empecé a sospechar de que nunca quiso tener el Gameboy para jugar, sino para convertirlo en la carta que lo hiciera avanzar en ese escenario de la vida donde todos intentamos ocupar un lugar digno y en el que Sebi se sentía relegado.
El Gameboy tuvo un ciclo breve: unos meses de gloria, yendo y viniendo en bolsillos de camperas y mochilas, pasando de mano en mano, para luego quedar en el olvido, postergado por otras modernidades.
Ahora cada noche paso por donde están sus juegos y lo veo apagado, solo, en una repisa, esperando que su dueño lo vuelva a hacer jugar.