Yo amaba jugar al fútbol y Sebi era un negado absoluto. No entendía el juego ni sus reglas, tampoco el aspecto emocional y, lo que era más ofensivo para mí: no le importaba en absoluto.
Para él, ir a patear una pelota era la última actividad de cualquier lista de actividades posibles.
Los domingos de fútbol un día como cualquier otro: nunca registró la lógica por la cual ciertas personas enloquecían por jugadas, resultados y camisetas. No entraba dentro de su racionalidad tanto alboroto por sucesos donde unos observaban el disfrute de otros.
En los mundiales su foco estaba puesto en las promociones y las publicidades, porque el marketing era un mundo que lo apasionaba. Eso sí, daba lo mismo que el mundial fuera de fútbol o de pato.
En síntesis, ese mundo le era ajeno, no le interesaba verlo, entenderlo ni practicarlo, y así fue hasta principios de 2007.
Ese año decidió empezar a ir a una Escuela de Fútbol de la que le había hablado su mejor amigo, Fede. No era una escuelita como todas, era una especie de “Escuela de fútbol para chicos que juegan más o menos y que no serían aceptados de buena gana en otras escuelas de fútbol”. El rango de edad era variado. Solo se permitían unos pocos talentosos, pero debían ser pequeños de edad y tamaño, de forma tal que compensaran al resto.
Aun a estos pequeños más hábiles les costaba entender lo que sus ojos veían: un ejército de chicos vagando por la cancha sin sentido táctico, encontrando el placer en correr y descargar energías ante la desesperación del profe. El arco no era un objetivo que tuviera mayor importancia que la pared o la cara del entrenador. Y una vez detectado el arco como un objeto de cierta importancia para la práctica del juego, daba lo mismo si era propio o ajeno.
Pero a mi no me importaba nada de eso: ese año Sebi eligió ir a una escuelita de fútbol. Sin presiones, sin sugerencias.
Los sábados a la mañana adoptamos la rutina de ir a la escuelita y que él disfrutara junto a su banda de anarquistas, que encontraban la felicidad en hacer a cada instante lo que se les diera la gana con las reglas del juego.
Me miraba desde el centro de la cancha hacia el costado, donde estábamos los padres. No buscaba aprobación, ni aliento. Mucho menos buscaba indicaciones. Me dedicaba esa expresión de “¿te gusta lo que te regalé este año?”. Y yo era feliz. Y él era feliz, porque veía mi sonrisa, y sabía que se la debía a él.