“Hilarión de la Quintana”. Así decía el cartel de la calle y nos daba gracia. Para mí, no podía ser. —Habrán impreso mal la chapa —suponía. Tendría que llamarse “Hilario”, que era un nombre más lógico. Pero no, resulta que fue así nomás que se llamaba el tipo, un militar destacado, quizás no tanto por sus saberes en el arte de la batalla como en el de la negociación. Se encargó de arreglar la rendición de los ingleses después de la primera invasión en la época del virreinato, y también de evitar que los criollos lincharan a los derrotados.
Nada de eso tiene importancia.
Íbamos los lunes, por la autopista Panamericana, doblábamos en Debenedetti a la derecha, un poco antes de llegar al shopping Unicenter, y hacíamos unas veinte cuadras hasta… Hilarión de la Quintana. Ahí otra vez a la derecha, cinco o seis cuadras y llegábamos a destino.
Se trataba de otro de los lugares no convencionales que recorrimos durante los meses en los que Sebi estuvo enfermo. Una casa rara, en la que los primeros ambientes funcionaban como recepción, con vitrinas enormes que mostraban piedras de nombres difíciles de pronunciar y láminas explicativas de sus principios terapéuticos. Después de estos ambientes, un patio grande que funcionaba como sala de espera al aire libre en las cálidas tardes de otoño que nos tocaron. Había sillas de esas que vienen unidas de a tres, combinadas con otras más informales, y bordes de canteros que se usaban para hacer más llevaderos los largos tiempos que tenían que esperar los pacientes antes de ser atendidos. Varias puertas de ambientes subdivididos se conectaban a ese patio y, dentro de cada uno de esos consultorios, un especialista atendía bajo la supervisión de Daniel, el jefe, el que la tenía clara.
Con Sebastián tuvieron una atención privilegiada. Nos llamaban antes que al resto, aunque fueran viejos en sillas de ruedas, o ciegos, o rengos. Creo que si algún súper poder comprobado tenía esta gente era el de darse cuenta de los diferentes niveles de urgencia entre los pacientes que asistían a su establecimiento.
El primer día nos atendió el mismísimo Daniel, especie de gurú del lugar, que revisó a Sebi, miró sus estudios y decidió un diagnóstico y un tratamiento.
—En primer lugar les digo que no se trata de un tumor. Se trata de una acumulación de líquido, que es esa mancha que vemos en la tomografía, porque sucede que Sebastián tiene una malformación congénita que hace que el sistema de irrigación del cerebro fluya en sentido contrario al que debería ser —dijo con total convicción. Uno espera escuchar otras opiniones cuando tiene un diagnóstico médico pesimista, de hecho era lo que buscábamos ahí, tener una pausa en la desesperación, pero esto parecía demasiado. Inmediatamente vinieron las instrucciones para el tratamiento.
—La piedra indicada para tu tratamiento es la Azurita, combinada con la Pirita. Va a venir Jorge, uno de mis ayudantes, y les va a explicar los pasos a seguir. Y vos, Sebastián, quedate tranquilo, que todo va a salir bien. El tratamiento no duele nada, en poco tiempo vas a estar recuperado y jugando con tus amigos —explicó Daniel.
¿Dónde estábamos? En unos consultorios de Gemoterapia, que es el arte, o la ciencia, o lo que sea, de curar a través de la energía de las piedras. Una terapia milenaria. “Los chinos lo usan desde el siglo II” escuché decir en la sala de espera. Podría haberles dicho que ahora vivimos mejor y, fundamentalmente, más que en ese siglo o que en cualquier otro siglo que no sea el actual, pero quién era yo para meterme en conversaciones ajenas.
—Jorge, vení por favor —gritó Daniel asomado a la puerta del consultorio—. Jorge es uno de mis mejores asistentes: él va a seguir con el tratamiento de Sebastián. Yo los voy a ver cada día que vengan y voy a supervisar su tratamiento en forma personal.
Jorge era un tipo amable, pero con menos recursos y carisma que Daniel. Aplicó el tratamiento mientras nos explicaba: había que exponer zonas específicas del cuerpo del paciente a la energía de las piedras. Para eso usaba una especie de sable láser tipo Star Wars, pero de confección casera: se trataba de un tubo que desde un extremo emitía una luz, esta luz atravesaba las piedras Azurita y Pirita, y finalmente se depositaba en la cabeza o en el pecho de Sebi. Mientras lo hacía, al lado nuestro un aparato «cargaba radiónicamente con las frecuencias de las piedras» dos botellas de agua mineral de las que tenía que tomar medio vaso en ayunas todas las mañanas.
Cuando todo terminó, Jorge nos dio un nuevo turno y algunas instrucciones. La parte razonable es que nos dijo que lo que estábamos haciendo no sustituía ni alteraba los tratamientos convencionales («alopáticos» le decían) o las indicaciones médicas («las sabias palabras del buen doctor» decía el instructivo post consulta).
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A la distancia, veo un patrón en las indicaciones de todos los tratamientos: alternativos, convencionales, religiosos. Siempre hubo muchas instrucciones que debían ser cumplidas en forma precisa, probablemente para que en el fracaso posterior las culpas quedaran del lado del paciente.
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A Sebi, a Marta y a mí, el lugar nos parecía fascinante. Una especie de sucursal del Museo de Ciencias Naturales. Todas las paredes tenían exhibidores con centenares de piedras que dejaban ver sus colores iluminadas por lámparas que estaban por detrás con la intención de producir ese efecto. También láminas del cuerpo humano, como las del colegio, con indicaciones de extrañas relaciones entre los órganos, los astros y las piedras que, explicadas, suenan ridículas pero, correctamente diseñadas en un póster, se parecían a una verdad científica.
Nos fuimos desandando el camino que hicimos cuando llegamos, pasando por la sala de espera llena de gente, la recepción, el pasillo y la puerta de salida de lo que, visto desde la calle, parecía una sencilla casa de familia, con jardincito adelante y todo.
Ya sentados en el auto, nos miramos.
—¿Y Sebi? ¿Qué te pareció todo esto?
—Bien, me gustó la piedra que me toca. ¿Cómo se llama?, ah, sí, ¡la kriptonita! —me contestó, y nos empezamos a reír.
Es que disfrutábamos de nuestra incredulidad. Especialmente él, que accedía dócil a todas las propuestas y encontraba en cada una de ellas la forma de pasarla bien. Como si supiera que no quedaban muchas oportunidades y había que aprovecharlas todas, por más ridículas que parecieran.
Salimos para el lado de la autopista y nos bajamos en una estación de servicio. Él se tomó una Cindor y yo un cortado. Charlamos sobre lo que nos había parecido el asunto de las piedras y nos terminamos distrayendo con el cine IMAX, que estaba justo enfrente nuestro, y las películas que sí o sí teníamos que ver juntos. A partir de ese momento tuvimos tres o cuatro encuentros más de Gemoterapia, todos parecidos al de ese día.
En los meses que duró esa fantasía, Sebi tomaba puntualmente su medio vaso de agua energizada, hasta que se le hizo imposible por sus limitaciones físicas para ingerir alimentos.
Es cierto, las piedras no funcionaron. Fueron, más bien, espejitos de colores. Pero reconozco que no nos pidieron demasiado a cambio y sí nos dieron la oportunidad de compartir algunos momentos divertidos que me van a acompañar para siempre.