“Lo que te pasó no tiene nombre, fijate que no es huérfano, no es viudo, la pérdida de un hijo es tan antinatural que no tiene una palabra que lo represente”. ¿Una? ¿Diez? ¿Mil? Perdí la cuenta de las veces que escuché comentarios como este.
Cuando Sebi murió, todos los que me acercaban una palabra de aliento me parecían unos idiotas. «¿Es que no se dan cuenta de que no hay palabras de consuelo para esto?».
Pero sí lo hay. O algo, quizás no se llame exactamente consuelo. Algunos lo llaman resiliencia y puede que sea algo así. Creo que se trata de buscar, mediante prueba y error, cómo se sobrevive a lo que el azar dispuso para uno.
Primero busqué afuera, y leí. Autores que parecían tener la receta para casos como el mío. Pero me llevaba mal con esos textos. «¡No! ¿Cómo que lo que no me mata me fortalece? No me mata, ok, pero me lastima, y mucho. Y esta herida, tarde o temprano, me va a matar», pensaba.
Con la fe tampoco me iba bien. Sentía que el dios en el que otros creían no se involucraba en los asuntos de la vida y la muerte.
Definitivamente no habría libro, religioso o ansiolítico que me sacara ese dolor que sentía adentro, en el medio del pecho, y que tenía que encontrar otra forma de exorcizarlo.
Y entonces, escribí. Pero escribir no fue lo importante, sino lo que la escritura me exigía: cerrar los ojos y revivir momentos. Claro que al principio todo se centraba en los momentos difíciles, en la imagen de Sebi enfermo. Pero una vez que se terminaron los recuerdos de los tiempos tristes, empezaron los otras. Los que eran mayoría absoluta.
Empecé a verlo caminando por la Avenida Díaz Vélez, volviendo de la Agencia de Lotería, explicando detalladamente las posibilidades que teníamos de ganar el Loto y en qué iba a gastar su parte.
A escucharlo, gritando ese “¡¡¡Sofía!!!” con la “i” bien acentuada, cada vez que jugaba a resistir los abrazos de una hermana menor llena de admiración.
A imaginarlo, arriba del auto, reprendiéndome cuando yo insultaba a otros conductores.
Y a sentirlo, con sus abrazos, cabeza contra el pecho, recibiéndome con un prolongado «¡Papaaaaá!» al llegar del trabajo.
Al cerrar los ojos también pude ver las historias que compartí en estas páginas.
Espero que, como me pasó a mí, también te ayuden a guardar un pedacito de Sebi en tu corazón, que es donde viven las personas que amamos.