El día que fuimos a ver al Padre Ignacio llovía a cántaros. Desde varios lugares diferentes nos llegaron comentarios parecidos: “tiene una energía increíble”, “es como el Padre Mario, cura con las manos”, “sentís una fuerza especial”.
Nos habíamos organizado para arrancar temprano: Sebi iba a faltar al colegio y su sesión de rayos en el Hospital Militar pasaría de las dos de la tarde a las diez de la mañana. Desde ahí, arrancaríamos con Marta, los tres, el viaje hacia las afueras de Rosario, a 300 kilómetros de Buenos Aires.
Pero la naturaleza no respeta lo que el hombre dispone y ese día decidió que un diluvio inundara la ciudad. Empezó a llover temprano y, a la hora de salir de casa, la tormenta estaba en su punto máximo. Para colmo, las imágenes que se veían por televisión mostraban que la zona más afectada por el temporal estaba justo en nuestro camino al hospital.
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No es fácil acceder al Padre Ignacio. Lo rodea una meticulosa organización que ordena a la muchedumbre de necesitados que peregrina hacia él en busca de sanación. En la misa del domingo reparten turnos para la semana y solo recibe a aquellos que tengan su número y en estricto orden de llegada.
Mis cuñados, Jorge y Laura, fueron el domingo anterior y, forcejeando entre la multitud, lograron un turno para que Sebi pudiera ver al padre en la semana. Tuvieron que demostrar con documentos de identidad que eran realmente sus parientes. Para la iglesia no alcanzaba con que se tratara de un hijo de dios más: debía ser comprobadamente sobrino de quien estaba pidiendo el número.
Como fuera, teníamos un turno para ese jueves, y ese jueves diluviaba. No sabíamos si el encuentro se postergaba por lluvia. Había mucha demanda para ver al Padre Ignacio y, teniendo una oportunidad, había que aprovecharla.
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Esperamos durante toda la mañana que la lluvia cediera un poco, pero las horas pasaban y la esquina de Juan B. Justo y Santa Fe, por dónde sí o sí teníamos que pasar, se veía cada vez más inundada, con autos y colectivos varados. Los canales de noticias informaban que la ciudad era un caos, que si uno no necesitaba salir, no tenía que hacerlo.
Hacia el mediodía la lluvia empezó a hacerse menos intensa. Decidimos salir para el Hospital Militar por un camino alternativo. Tardamos más de una hora para un trayecto de veinte minutos. Pero llegamos, y eso era más que suficiente. La sesión de radioterapia fue rápida, no había nadie: la gente le hace caso a la televisión.
Los técnicos de rayos se alegraron al verlo. Se había generado un vínculo muy íntimo. Ellos se preocupaban por facilitarle ese duro trance y lo lograban, con afecto y respeto. Él se preocupaba por llevarles facturas todos los viernes y por dibujarles escudos de fútbol que calcaba de originales que se bajaba de Internet. A cada uno les fue llevando el escudo de su equipo. No era solo un regalo: era valorar su trabajo, demostrarles que los escuchaba cuando, en los momentos difíciles, le daban charla. “¿De qué equipo sos?”, solían preguntarle. Al principio intentaba algunas respuestas de compromiso, pero finalmente se sinceró con su “no me interesa el fútbol”. Aun así, les dibujaba escudos. Una especie de “a mí no me importará el fútbol, pero si a vos sí te importa, yo te regalo esto”.
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La lluvia comenzaba a ceder y la ciudad se iba desagotando, pero ya eran las dos de la tarde: se suponía que a esa hora ya deberíamos estar en Rosario, esperando nuestro momento de ver al Padre. Hablamos con mi cuñado Jorge, que estaba viviendo cerca de Rosario, en Rafaela. Él llegaría a la iglesia un rato antes que nosotros para reservarnos un lugar. En ese momento comenzamos el viaje que en condiciones normales debería habernos llevado tres horas. Pero ese no era un día de “condiciones normales”.
La primera parte del viaje no tuvimos problemas. Como durante toda su enfermedad, Sebi fue el encargado de poner buen humor en todas las situaciones, mostrando el lado divertido de cualquier circunstancia por más adversa que fuera, poniendo las cosas en su lugar. Escuchábamos música, hablábamos con mi cuñado para ver por dónde estaba, si había llegado a Rosario.
Promediando el viaje se largó un diluvio en la ruta que apenas nos dejaba ver las luces del auto de adelante. Bajamos la velocidad a lo mínimo posible. El limpiaparabrisas al máximo no alcanzaba a despejar tanta agua. La marcha se hizo más y más lenta, hasta que, pasando el último peaje, antes de llegar a Rosario, nos detuvimos. Se armó uno de esos embotellamientos que hacen suponer que un accidente o algo así pasó más adelante, pero todavía muy lejos del alcance de nuestras vistas. Intentábamos no transmitirle a Sebi nuestra angustia. Se suponía que íbamos en busca de un alivio espiritual, así que comenzamos a tomarnos la adversidad como una especie de prueba a superar.
La columna de autos se movía con una lentitud exasperante. Por suerte la tormenta se transformaba en llovizna. Y llegaban noticias desde la parroquia: Jorge, mi cuñado, ya había llegado. Ya tenía un turno con horario de atención indefinido. Pasamos frente al lugar del incidente: un camión con acoplado se deslizó por el asfalto y quedó suspendido en un puente, obstaculizando parte de la ruta. El escenario del accidente era impactante, pero nosotros estábamos en otra cosa. Aceleré todo lo que pude rumbo a Rosario, que ya estaba a pocos kilómetros, insultando a los automovilistas que aminoraban la marcha para ver el espectáculo. Mientras el sol, que se había hecho desear todo el día, asomaba radiante.
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Tomamos la autopista que rodea la ciudad, bajamos en una de las salidas e ingresamos a un barrio sencillo y digno. Según el GPS, en el medio de ese barrio se encontraba la dirección que buscábamos.
El lugar era un complejo que ocupaba una manzana. Todo podía verse en un sitio web que parecía diseñado para un destino turístico: un espacio al aire libre, un estacionamiento, dos templos y un sector de viviendas. Todo prolijo y limpio. Una obra que debería haber representado una gran inversión, tanto para su desarrollo como para su mantenimiento. A nosotros no nos pidieron ni un peso, supuse que tendría aportes estatales o privados.
Llegamos a las seis de la tarde y nos encontramos con mi cuñado. Teníamos varios números por delante. El día se había puesto hermoso, la espera sería más tolerable en los espacios verdes de entre los edificios de la parroquia.
—¿Trajeron los documentos?, —preguntó Jorge. Martita y yo nos miramos desesperados: distraídos con el clima, el apuro y la sesión de rayos, nos olvidamos por completo. Tenerlos era imprescindible para poder ser atendidos, había que demostrar el parentesco. ¿Qué hacer? Yo tenía una copia de los documentos en la computadora de mi trabajo, en Buenos Aires. Solo tenía que pedirle a mi socio que las imprimiera y me las mandara por fax a la secretaría de la parroquia. Pero no. La existencia del fax de la secretaría, a pesar de poder verse a través de un vidrio, nos era negada. —No tenemos fax, nos tienen que traer las fotocopias de los documentos ya impresas —nos repetía una y otra vez la administrativa que nos tocó en suerte. Salí a buscar un locutorio que tuviera fax. No parecía ser tan difícil. Un lugareño me dio una explicación que no entendí de como llegar a un locutorio a unas pocas cuadras, así que después de repreguntar por tercera vez decidí empezar a caminar «para allá». A las seis cuadras di con el primer locutorio: «no tenemos fax». Segundo, tercer locutorio, misma suerte. Ya estaba a unas veinte cuadras de la parroquia del Padre Ignacio. El ambiente no era el mismo que desde donde había partido. Me miraban desde los umbrales de las casas como si tuviera un cartel que dijera “porteño perdido”. Decidí volver, simplemente porque ya no sabía dónde estaba. Llegué derrotado, sin las copias de los documentos, pero con la buena noticia de que mi cuñado recuperó las que había dejado el domingo anterior para pedir el turno, y que iban a aceptarnos con eso “como una excepción”.
A Sebi se lo veía bien, tranquilo. Poco interesado en el contexto y de buen humor, vagueando con su tío con quien buscaba algo con qué entretenerse. Además, lo que habíamos llevado para comer durante la tarde se había terminado y el tratamiento con corticoides le despertaba un hambre insaciable: su prioridad pasó a ser buscar por los alrededores algún lugar que vendiera algo para comer.
Mientras, Marta estaba dentro de la parroquia intentando entender cómo funcionaba el sistema alrededor del Padre. En un momento nos turnamos y entré yo. No lo hice con comodidad. Nunca entro a un espacio religioso con comodidad. Desconozco las reglas, siento que en cualquier momento voy a estar en infracción y sin saber por qué. De repente los fieles se levantan y murmuran cosas que no entiendo, pienso que una especie de detector de pecadores se daría cuenta y la gente giraría para mirarme y señalarme, como si no cantara el himno en un acto escolar y todos se callaran al mismo tiempo para dejarme en evidencia.
En el tiempo que estuve dentro de la iglesia pude ver al Padre y sus encuentros con diferentes seguidores. Muchos acudían en busca de fertilidad. Se lo relacionaba mucho con la sanación de enfermos, pero también con dar fecundidad a quienes la necesitaran. Me acerqué lo más que pude para escuchar. —Padre, lo que más queremos en este mundo es tener un hijo—, dijo la mujer, mientras su pareja asentía. El padre unió sus cabezas y también la propia, los bendijo y les dio una bolsita con tierra para colocar en algún lugar de la casa. Después murmuró algo al oído de ella y lo llamó a él. Le pidió que cierre los ojos, le sostuvo la nuca, dijo algunas palabras en un tono más elevado, y el chico se dejó caer hacia atrás.
—¿Viste eso?—, dijo mi cuñado.
—¿Qué cosa?—, contesté.
—¡Cómo se desplomó el tipo!
Ahí estábamos: dos que querían creer. Uno podía, otro no.
El Padre siempre hacía lo mismo: eran las personas las que producían resultados diferentes. Al verlo por primera vez me impactaron su vestimenta y sus rasgos originarios de Sri Lanka, todo sumado al contexto le daba un aspecto exótico, un aura especial que invitaba a creer que era capaz de producir un vínculo diferente al de cualquier otro clérigo. Pasaba el tiempo y se acercaban las nueve de la noche. En ese momento se interrumpiría la atención y darían misa durante una hora. Eso significaba más y más tiempo con Sebi esperando después de un día larguísimo y estresante. Y así fue: a las nueve en punto, después de tres horas de haber llegado, se dio por terminada la atención. —El Padre se retiró a descansar—, dijeron por micrófono, y empezó una parte del ritual a cargo de otro Padre, autorizado a dar misa pero aparentemente sin poderes especiales a la vista. El hambre de todos ya era importante y fuimos en busca de algo más contundente que los chizitos y las galletitas que ya habíamos liquidado hacía rato.
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Encontramos un quiosco y compramos unos súper-panchos. En otras circunstancias no le hubiese permitido comer algo preparado en un lugar sin las más mínimas condiciones de higiene, pero ¿qué podía pasar? ¿Que se inunde la ciudad? ¿Que nos agarre una tormenta en el camino? ¿Que nos olvidemos los documentos después de un viaje de 4 horas? ¿Que nos hagan esperar indefinidamente para bendecir a un chico de once años que desde una cuadra se ve claramente que está en un tratamiento de radioterapia? Le entramos con todo a los súper-panchos, les agregamos mayonesa, ketchup y mostaza. Después repetimos una vuelta más y compramos algo para comer a la vuelta, que no sería inmediata.
Pasadas las diez de la noche el Padre Ignacio volvió al púlpito y retomó la atención de la veintena de personas que todavía esperábamos nuestro momento. Teníamos tres o cuatro turnos antes que nosotros. Sebi estaba bastante cansado, pero la espera no afectaba su buen humor. Igual, no terminaba de entender por qué estábamos allí, aunque no preguntaba demasiado. Nosotros dábamos algunas explicaciones incongruentes y él las aceptaba sin réplica, porque sólo replicaba en conversaciones que trataran asuntos racionales.
Finalmente, casi a las once de la noche, nos llamaron. Yo me quedé en un segundo plano. El Padre Ignacio le dijo a Sebi: —Si te hubiese visto antes te hacía pasar—. ¿Cómo «si te hubiese visto antes»? ¿No se dio cuenta de que ese chico hinchado por los corticoides y pelado por la radioterapia que se paseaba de un lado para el otro era un caso un poco más urgente que una pareja infértil?
—¿Qué te anda pasando, hijo?
—¡Que hace cinco horas que estoy esperando y estoy muerto de hambre y sueño!—, respondió Sebi.
—Esperemos entonces que tanta espera sirva para que te pongas bien—, dijo con amabilidad el Padre.
Ese diálogo fue lo más auténtico que sucedió esa noche. Todos los presentes veíamos en el Padre Ignacio, como mínimo, un ser especial. Sebi veía a un tipo vestido con túnica bastante menos atento por su enfermedad que los técnicos de radioterapia. Así que ¿por qué merecería más respeto?
Acto seguido el Padre preguntó por el papá del chico y tuve que pasar, cosa que en el fondo deseaba, porque tenía una necesidad imperiosa de creer y, como adulto, estaba en condiciones de construir lo que hiciera falta para que el acuerdo funcione, como con aquél muchacho infértil. Juntó nuestras cabezas, nos bendijo, nos dio algunas palabras de aliento y, pese a que fuimos para eso, no nos atrevimos a pedirle un pronóstico. Después de un día tan largo, sólo queríamos que todo terminara y pudiéramos volver a casa. Nos bastaba con que el Padre instruya a dios: “protege a este chico”. Luego dios se encargaría del resto.
Pero las cosas no serían tan fáciles: el Padre nos derivó a una asistente que nos dio una serie de instrucciones complejas para nuestra realidad. La lista era claramente impracticable. A los dos meses deberíamos volver así el Padre nos diría cómo iba la cosa.
—¿Pero pedimos un turno? ¿No es que no se da más de un turno por persona por año?—, pregunté.
—Ustedes vengan un domingo, tratan de acercarse al Padre para que les diga.
—Es que necesitamos cierta certeza de que nos va a atender, venimos desde Buenos Aires para verlo—, le dijo Marta, sugiriéndole que contemple la condición de Sebi.
—Bueno, tampoco es que Buenos Aires esté tan lejos, yo me voy allá cada vez que tengo ganas de ir al shopping—, respondió.
De todas formas, algo ya se había roto previamente. Esa falta de deslumbramiento ante la investidura del Padre por parte de nuestro hijo fue decisiva. Sin la complicidad del principal interesado no habría acuerdo de sanación posible, y Sebi era un chico de ciencias. Como él mismo decía: —o se cree en dios o en el big bang—. Yo pensaba igual, pero era más flexible, podía tomarme un recreo por necesidad.
Compramos cuatro bidones para llenarlos de agua bendita que se entregaba en forma gratuita, los cargamos en el baúl, nos saludamos con mi cuñado, que se volvía a Rafaela y, a la medianoche, arrancamos con la vuelta a Buenos Aires. Al rato él se durmió, y la tensión de manejar en la ruta de noche se compensaba por la serenidad de la soledad y el silencio.
En tres horas estaríamos en casa y ese día interminable habría llegado a su fin. Pese al sueño, Marti me daba charla para mantenerme atento. Al rato ella también cedió al cansancio y fue entrecerrando los ojos hasta que el sueño la venció.
Me fui de Rosario envidiando la suerte de los creyentes, aquellos que se habían acercado al Padre en busca de una ilusión y la habían conseguido.
En cambio a los ateos se nos negaba el más mínimo derecho al pensamiento mágico, justo cuando más lo necesitábamos. —No hay Dios que haga las cosas por vos—, fue mi mensaje a Sebi por años. ¿Cómo podría en un puñado de horas convencerlo de lo contrario?
Íntimamente estaba satisfecho con el hecho de que Sebi no se haya impresionado con el padre Ignacio. Era una señal: la enfermedad podría afectar su cuerpo, pero no alteraba su esencia, esa forma de ser que había construido con tanto esfuerzo.
Miré a Marta a mi lado y a Sebi por el espejo retrovisor. Dormían plácidamente. Fijé la vista en la ruta y pensé: —ya está, no hay nadie más. Dios no está en nuestra contra, pero tampoco vamos a poder contar con él. En esta pelea estamos solo nosotros tres.