Después de perder a mi hijo, una de las primeras medidas de supervivencia que adopté fue la de ir a un psicólogo que me habían recomendado insistentemente.
Su aspecto daba con el estereotipo: cincuentón, lentes gruesos, barba espesa y descuidada, camisa escocesa de marca indefinida, consultorio delimitado por bibliotecas atestadas de obras completas.
—Para mí no existe una terapéutica del duelo —me dijo—. Es algo que tenés que transitar solo. Yo lo que puedo hacer es escucharte. Podés venir, y hablamos. Yo te escucho. Y te cobro, claro, porque es mi tiempo de trabajo. Creo que no es poco, pensá que ahora se viene una etapa donde nadie va a tener ganas de escuchar las cosas que tenés para decir.
—Gracias —respondí—, pero busco otra cosa. ¿Podemos continuar con esta sesión? Digo, si igual me la vas a cobrar.
—Dale. Te voy a preguntar algunas cosas, vos contestame lo que quieras. ¿Pensás que Sebi fue feliz?
—Creo que fue intensamente feliz.
—¿Cuánto calculás que de sus once años fue feliz y cuánto no?
Me pareció rara la pregunta, igual me obligó a pensar una respuesta concreta.
—Yo identifico unas semanas finales donde claramente la pasó mal, y algunos otros momentos aislados. Fuera de eso, siempre fue un chico alegre y de disfrutar la vida.
—¿Entonces cuánto? ¿Cuatro años? ¿Ocho? —repreguntó, exigiéndome ser más preciso.
—Más: yo diría diez.
—Diez años de felicidad —reflexionó, tomándose un tiempo—. Quizá te cueste encontrar tipos que llegan a viejos y que puedan sumar en sus vidas diez años de felicidad.
—No entiendo el punto.
—No importa. Prefiero no cobrarte este encuentro. Si querés podés venirme a ver más adelante, cuando sientas que es el momento.
Meses más tarde, llegó el momento. Me sentía en condiciones de empezar análisis sin transformar ese espacio en una catarsis improductiva. Busqué la tarjeta del psicólogo en mi billetera, en la mesa de luz, y nada. Por los bolsillos de las camisas, en camperas y sacos. Intenté recordar quién me lo había recomendado, pero no había caso.
Quiso el azar que no compartiera nada más con quién eligió no compartir mi duelo.