Cuando el kiosco de mala muerte de la esquina de casa cerró, toda la expectativa de Sebi estaba puesta en qué tipo de negocio iba a reemplazar al lugar donde compraba los chocolates.
Durante meses el local estuvo cerrado con un cartel de alquiler, pero siempre que pasábamos por la puerta él se asomaba entre los fierros de la cortina metálica para ver si había algún movimiento, algo que anunciara un cambio inminente.
Cuando ya nos habíamos acostumbrado al abandono y la suciedad, un buen día nos sorprendimos con los vidrios del local forrados por dentro con hojas de diarios viejos. Íbamos camino a natación y se le pusieron en alerta todos los sentidos al ver que “algo nuevo viene a la esquina de mi casa”. Era el negocio más cercano y tenía que ser tan bueno como el kiosco.
Los primeros días pasaron sin que nada cambiara. Pero unas semanas después volvió el clima de ansiedad cuando las puntas de dos escaleras se dejaron ver por encima de los papeles de diario, dándonos a entender que se estaban haciendo arreglos.
Sebi tenía una gran avidez por entender el porqué de las cosas, y hacía desde las preguntas más profundas hasta las más superficiales. Cómo se armaba un negocio era para él como entender el origen del planeta o algo así. Marta, Sofía y yo nos subimos a la curiosidad de Sebi y el negocio de la esquina pasó a ser una cuestión de estado familiar.
Con el tiempo los diarios se empezaron a rasgar, dejando ver entre sus roturas la obra. Paredes pintadas, una mesada, un cuarto cerrado. No alcanzaban esos datos para saber de qué se trataba.
En el momento menos pensado, mientras espiábamos tapándonos la resolana con las manos en forma de cuenco, la puerta se abrió y salió una persona. Sin siquiera saludar, Sebi le hizo la pregunta que estuvo guardando tanto tiempo, la que develaría el misterio:
—¿Qué negocio van a poner?
La respuesta fue la primera que Sebi hubiera elegido de un listado de mil:
—Una heladería.
La felicidad no cabía en su cara. A partir de ese momento, pasar por la futura heladería se transformó en una práctica de varias veces al día. Y los dos socios que estaban armando el negocio pasaron a ser inmediatamente sus “amigos”. “Mis amigos de la heladería”, decía. “Pasemos a ver a mis amigos de la heladería, a ver cómo van con las heladeras”. “Quiero ver a mis amigos a ver si ya pusieron el cartel”. Y así hasta el infinito. Lo curioso es que sus dos “amigos”, eran realmente sus amigos. Compartían diálogos larguísimos, explicaciones sobre la elaboración, el transporte y la conservación de los helados, los consultaba sobre situaciones críticas como: “¿y si se le acaban los espacios para poner gustos en el cartel qué van a hacer con los gustos nuevos?”.
Un viernes de primavera se iba a inaugurar la heladería: era un día importante para él, se sentía parte. Además, iban a regalar helado a los vecinos que vinieran a la inauguración, un bonus track imperdible: a Sebi le divertía decir que el helado es mucho más rico si no lo tenés que pagar. Encima, un par días antes le dijeron las palabras mágicas:
—Vos vas a ser nuestro cliente número 1. Cuando llames por teléfono, no necesitás decir tu nombre, solo tenés que decir que habla el cliente número 1.
Sebi lograba tejer esos vínculos sólidos con el mundo de los adultos, era agradecido, prestaba atención a las explicaciones de un heladero, diariero o verdulero con más concentración que cuando la maestra le enseñaba a escribir en cursiva.
El día de la inauguración Sebi se descompuso, estuvo con vómitos y aunque a Sofía mucho no le gustó la idea, la familia en pleno fue solidaria con él y nos perdimos el helado gratis.
Dos días después tuvimos revancha: los cuatro recibimos nuestros merecidos helados, pudimos repetir, y nos quedamos charlando con los heladeros con quienes sostuvimos una amistad que duró años, sostenida por la presencia irreemplazable del cliente número 1.