El 22 de mayo de 2008 Sebi se despertó con vómitos.
Esperamos un rato pero no mejoraba, así que me fui con Sofía, rumbo al colegio.
Después de dejarla en la puerta, ya en camino al trabajo, quise llamar a casa para saber cómo se sentía, pero no encontraba mi celular: lo había perdido. Creía que se me había caído al bajar del auto, pero era complicado volver a buscarlo y las chances de encontrarlo eran mínimas. Cambié de rumbo y me fui para casa, a ver en persona cómo se sentía Sebi.
Cuando llegué me dijo que estaba mucho mejor, y que quería ir al colegio. Lo ayudé a cambiarse, agarramos la mochila y nos fuimos.
Su fortaleza era toda la felicidad a la que podía aspirar en esos días.
Cuando estacionamos en la vereda del colegio vi algo brillando en la zanja. Me acerqué. Era mi celular, que se quedó allí un par de horas, bajo el agua podrida, esperando que vuelva por él.
Lo agarré, lo sequé con pañuelos de papel y me volví a sentar en el coche. Lloraba en silencio, para que Sebi, en el asiento de atrás, no se diera cuenta. Me sequé la cara con la manga de la camisa y le dije: —¡Vamos!
Caminamos los metros que nos separaban del colegio, saludamos a Inés, siempre en la puerta, él entró y yo me fui.
Mientras manejaba camino al trabajo rogaba que el encuentro del teléfono fuera una señal de que el azar, que había sido tan cruel con nosotros hasta ese momento, se pondría, por fin, de nuestro lado.