Viendo mi interés en buscar objetos de la infancia de Sebi para fotografiar, mi amigo Carlos me contó que tenía dos biblioratos con negativos de rollos blanco y negro donde seguramente habría varios retratos de Sebi en sus primeros años. —Nunca te los mostré porque no sé si es algo que te hace mal—, me dijo sin darse cuenta lo feliz que me hacía la noticia.
Revisando ese material, además de encontrarme con negativos indescifrables y contactos minúsculos donde había que adivinar casi todo, descubrí una etapa de nuestras vidas que tenía negada.
Ropa inolvidable, como el enterito de corderoy verde que estrenó en su primer cumpleaños, su mesa para comer, sus manitos sosteniendo torpemente la cuchara. Y Marta y yo tan jóvenes, con los rostros cansados, pero sin arrugas, mi pelo todavía negro, quizás con alguna cana asomando, pero no más.
En una de esas fotos veo cajas de cartón grandes ocupando gran parte del living de casa. Las cajas estaban pegadas entre sí, con puertas y ventanas recortadas a mano, como un pelotero casero hecho con consejos de un programa de manualidades. Empezamos a reconstruir esa parte de nuestra historia.
Al cumplir un año Sebi venía muy atrasado con su motricidad y su pediatra de ese momento solo repetía que “cada chico tiene sus tiempos”. Cansados de escuchar una consigna que no nos convencía y ya un poco menos ingenuos en ese asunto de la paternidad, decidimos un cambio y nos convertimos en fans de la doctora Popovic. Además de tener apellido ideal para relatos infantiles, Popovic no dejaba nada librado al azar. Meticulosa y comprometida, tomó varias medidas para poner a Sebi “en el camino”, como le gustaba decir. Nos habló de una especialidad de la que nunca habíamos escuchado: estimulación temprana. —Sebastián necesita estimularse para desarrollar lo motriz, a veces hace hace falta un empujoncito para arrancar —nos aclaró mientras anotaba en un papel los datos de la especialista que nos recomendaba consultar.
La Kinesióloga Loupias atendía en ese entonces en un consultorio en Scalabrini Ortiz casi esquina Santa Fe. Nos recibía en una sala bastante diferente a lo que uno puede imaginar como un consultorio: pocos lugares donde sentarse, juegos, almohadones cilíndricos, pelotas de goma gigantes y cosas así. Marta y yo nos sentíamos desubicados en ese contexto, pero nosotros no eramos los importantes ahí. Loupias empezó a hacer con Sebi unos ejercicios que rápidamente hicieron efecto. Y nos dio el consejo que derivó en esas cajas pegadas que se veían en las fotos en blanco y negro: —Sebi construye su mundo con lo que tiene a su alcance: si llega a algo, lo incorpora. Si su movilidad no lo deja llegar hasta un objeto, prefiere renunciar a él. Estaría bueno armar un entretenimiento en casa que lo exija sin que se dé cuenta: agarren unas cajas grandes, únanlas entre sí con cinta ancha, que tenga entradas, salidas, ventanas para espiar que lo obliguen a pararse. Y que le resulte lo suficientemente atractivo como para pasar unas cuantas horas ahí.
Me fui algo escéptico del consultorio de Loupias. No entendía el sentido de lo que nos proponía, pero Marta insistió y yo acepté. Traje varias cajas grandes de mi oficina en la época en la que los monitores eran grandes como lavarropas. También tenía cajas de computadoras Macintosh a las que amaba tanto que me costaba desprenderme hasta del packaging en las que venían. El diseño de la construcción revivió viejas discusiones en la pareja acerca de los conocimientos de cada uno, pero elegimos dejar atrás las diferencias y llegamos a un diseño de común acuerdo.
Durante meses ese conjunto de cajas mal pegadas al que llamamos «castillo de cartón» convivió con nosotros y, a través de sus ventanas, vimos asomar el desarrollo motriz de Sebi que tanto esperábamos. Serpenteaba por sus rincones, hacía y deshacía a su gusto: eran sus dominios. Con el paso del tiempo y en forma natural fue abandonando aquel castillo: ya no le hacía falta. Quedó abandonado en el living más tiempo que el necesario, le habíamos tomado cariño. Un día Sebi rompió una de sus ventanas y nos miró. Los tres nos dimos cuenta de que se había cumplido una etapa y destruimos con ganas toda la estructura. La metimos en bolsas de residuos grandes y las sacamos a la calle. Para nosotros hubo un antes y un después de aquel montón de cajas. Por fin Sebi empezaba a escribir otro capítulo para su vida.
Y, por suerte, estas fotos recuperadas me lo recuerdan.