“Estando postrado en el hospital de veteranos, con un agujero que me atravesaba la vida,
empecé a soñar que volaba… Era libre…
Pero tarde o temprano, siempre hay que despertar”.
Jake Sully
Me saqué los lentes 3D para mirar a Marta a la cara y comprobar que ella hacía lo mismo y con el mismo fin: ver que habíamos llorado como perros durante gran parte de la película.
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A medida que el tiempo pone distancia del fallecimiento de Sebi, cada vez son más las cosas que me lo recuerdan. Al principio lo encontraba en una foto, en sus juguetes especiales, en sus carpetas del colegio, en sus libros, en el cementerio. Ahora lo veo en los hijos de otros, los que tienen la edad en que nos dejó, los que tienen la edad que tendría hoy, los que tienen todas las edades que tuvo… Lo veo en detalles. Las comidas que le gustaban, los programas de TV que veía y los que suponemos le gustaría ver hoy. “Esto le encantaría a Sebi”, dice Sofía con naturalidad. Una pelota, en cualquier circunstancia, me recuerda aquella pelota que le regalé, blanca con vivos verdes que compartimos una única vez en un Parque Centenario embarrado. Un telescopio en una juguetería me trae su pasión por los enigmas del espacio. En realidad toda la juguetería se divide en las cosas que le gustaban a Sebi y el resto.
Hace años que no está y no paro de reencontrarlo.
También lo encuentro en las canciones. Casi todas parecen estar hablando de él. “Wish You Were Here” es una frase que ya es mía, no pertenece más a Pink Floyd. “No hay nada más difícil que vivir sin ti”, parece decirle el autor a su amor perdido mientras suena en una radio latina. Para mí, está hablando de Sebastián. “Y hoy que enloquecido vuelvo buscando tu querer, no queda más que viento”, canta Spinetta a mi Sebastián, aunque la haya escrito mil años antes de que nazca. Y así, hasta el infinito.
Donde más lo encuentro es en el cine. Porque Sebi ES Harry Potter, inocente y mágico, el niño que va descubriendo sus poderes a medida que crece, de aspecto frágil pero el único en condiciones de vencer al mal. Y también ES El Hombre Araña, tímido y poderoso a pesar de sí mismo, y ES el Batman de Christopher Nolan, atormentado y sediento de justicia, convirtiendo sus miedos en fuente de poder. Para mí, también ES Wolverine de X-Men, y Bart Simpson, y Woody (jamás Buzz) de Toy Story, y todo aquel ser que me resulte especial. Y aun detestando el uso de mayúsculas para enfatizar, no encuentro otra forma de explicar cuánto para mí Sebi ES cada uno de los personajes de los que hablo.
Pero nadie que el cine me haya mostrado hasta ahora ES tan Sebi como el protagonista de Avatar, la película de James Cameron.
Se llama Jake Sully, un personaje cuya fortaleza está en el interior de un cuerpo desvalido. Claro que eso se va develando en el transcurrir del film. Un marine que parece estar dispuesto a cualquier concesión con tal de acceder a unas piernas nuevas que reemplacen las suyas maltrechas. Pero no es así. Está dispuesto a todo, pero por otras causas.
Es necesario haberla visto para entender a qué me refiero. La experiencia visual es en este caso intrasladable al relato. Pero yo encuentro en la película cuatro asuntos, todos me conducen indefectiblemente a Sebi: la injusticia, la naturaleza, el amor y las limitaciones del cuerpo.
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A Sebi lo indignaban las injusticias, como la que se produce en el planeta Pandora. Un ejército de humanos sofisticadamente tecnificados, empeñados en destruir una civilización a la que en el fondo parecen envidiar, para quedarse con recursos naturales finitos del planeta colonizado. Que apela al engaño, la traición y la crueldad. Es ese mismo hombre que a Sebi tanto lo enojaba: el que depreda, el que destruye, el que no piensa en los otros. Sobre todo esto último.
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Pese a su poderío, no le resulta fácil a tanta maldad humana entrarle a este planeta, especie de net ecológica, donde todos los seres se encuentran física y espiritualmente conectados entre sí y a su tierra con todo lo que de esta surge. Una cultura que aparenta menor desarrollo que el de la Tierra pero que, poco a poco, uno va comprobando que es exactamente a la inversa. Sebi también era un duro rival para la maldad: había desarrollado su propia naturaleza defensiva, técnicas muy eficientes para protegerse de los avasallamientos, la crueldad y las burlas. En los peores momentos le resultó de mucha utilidad. Un día subiendo las escaleras mecánicas del cine Village, pelado por la radioterapia e hinchado por los corticoides, escuchamos risas burlonas a nuestras espaldas de un grupo de adolescentes. Yo le pregunté si no le molestaba. “Si no los conozco, no me importa. Me molestaría si me burlan mis amigos”, y se movía por el cine a sus anchas, sin ningún rastro de avergonzarse por su apariencia.
Le llevó su tiempo, pero logró que no le importaran las agresiones de quienes no le importaban. Ojalá algún día pueda lograr algo así para mí.
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Avatar es también una película de amor, un amor noble, construido en base a la educación de la cultura Navi que Neytiri le brinda a Jake, que debe superar el desencanto de la traición y que encuentra su camino de la mano de la verdad.
En este punto me resulta más difícil acertar una explicación de por qué esto me recuerda a Sebi. Él no llegó a la edad del amor de pareja. Quizás sea porque siempre nos sobrevoló la duda-angustia de cómo iba a sobreponerse a tantas cosas cuando le llegase la hora, que sin duda le llegaría, porque tenía magia, esa que lo convertía en un ser fácil de amar. A él no le resultaba difícil: era muy intenso con su familia y con sus amigos, pocos pero queridos. Ejerciendo el amor como solo él sabía hacerlo. Respetando los silencios de los silenciosos, siendo alborotado con los ruidosos, llenando de orgullo el pecho de sus abuelos, regalándoles el lugar de cocineros de “la mejor pizza del mundo” y de “la mejor sopa del mundo”, dándonos a sus padres y hermana los abrazos más tiernos, porque de besos ni hablar.
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Por último, y literalmente por último porque es el final de la película, el protagonista, postrado en una silla de ruedas, redime su discapacidad reencarnando en el cuerpo de un ser noble, de una especie muy superior a la nuestra, los Navi, habitantes del planeta Pandora.
Nunca pude desprenderme de ese componente infantil que me impide separar con facilidad lo real de lo imaginario. Para mí era Sebi y no Jack el que dejaba atrás ese cuerpo que tantos sinsabores le trajo, para calzarse uno que le permitía correr libremente a toda velocidad, ser más alto que todos, enamorarse, volar.
El que se hizo fuerte desde su debilidad.
Cuando comenzaron los títulos del final y las luces del cine se empezaron a prender, la ilusión se desvaneció tan rápidamente como había llegado, y las lágrimas mías y las de Marta, como si estuvieran sincronizadas, dejaron de caer tímidamente e inundaron nuestras caras. ¿Qué les costaba dejarnos soñar un ratito más?
Si Sebi hubiese estado ahí habría dicho “¿Por qué no?”.