Sebi era bueno para muchas cosas, no para los deportes. Su motricidad no era buena y tampoco le gustaban las reglas así que, rápidamente, supimos que no nos salvaríamos económicamente con un hijo deportista.
En agosto de 2006 su escuela organizó una jornada de atletismo en el polideportivo al que los chicos iban una vez por semana. Sebi estaba en cuarto grado y era bastante más bajo y de menor contextura que el resto de sus compañeros, una desventaja adicional a la hora de competir.
Yo iba dispuesto, más que nada, a acompañarlo y estar atento ante posibles frustraciones, aunque él siempre aparentara no importarle ni la competencia ni los premios. Y a vivir mi propia frustración también, porque uno quisiera ver a sus hijos primeros en todo. O, por lo menos, no siempre últimos.
Las primeras competencias no fueron felices: lanzamiento de bala y de jabalina. Sebi no lograba salir del lanzamiento nulo, es decir, la jabalina no se clavaba y la bala no recorría la distancia mínima para ser medida. Yo, desde la tribuna, imitaba los movimientos de sus lanzamientos, como queriendo transmitirle fuerzas por telepatía.
Después de las pruebas de salto en alto y largo le tocó correr.
En las pruebas de velocidad estaba anotado en carrera de postas. Le tocó ser cuarto en su equipo de cuatro, por lo que iba a ser el último que llegara a la meta: más exposición imposible.
Se largó la competencia y los primeros chicos salieron con todo. Sus relevos los esperaban en la primera curva y los relevos de los relevos en la curva siguiente. Sebi estaba parado, súper concentrado, a cien metros de la llegada.
A la primera posta llegaron todos parejos. Para la segunda, el equipo de Sebi y el de otros chicos les sacaron una diferencia importante al resto. Yo deseaba con toda mi alma que no fuera por culpa de Sebi que su equipo perdiera. Encima, por como venían las cosas, parecía que su intervención iba a ser decisiva.
Después de la tercera posta la diferencia creció: dos equipos quedaban en carrera, bastante separados de los demás. Yo miraba a Sebi, lo notaba atento a lo que tenía que hacer. Cuando doblaron en la esquina de la cancha de fútbol donde se hacía la competencia, el chico del equipo contrario se resbaló y el compañero de Sebi se le adelantó unos cuántos metros. Justo en ese momento, le pasó la posta a él.
Jamás lo vi correr así.
Yo estaba de frente, le veía el esfuerzo en la cara, los dientes apretados, sus brazos tirando puñetazos al aire, sus pelos volando hacia atrás.
Corrió, corrió y corrió. Como nunca lo había hecho. Su rival de la última posta era muy rápido, pero no tenía la misma convicción ni la misma necesidad: ya tenía otras medallas. Cuando faltaban unos 15 metros, Sebi se tropezó. Todos en la tribuna exclamaron un “¡uh!” de preocupación porque, en ese momento, todos querían que él llegara primero. Por suerte no se cayó y el traspié le sirvió de envión final para llegar más rápidamente a la meta.
Se me llenaron los ojos de lágrimas al verlo tan contento. Al final, no era que le daba tanto lo mismo. En la entrega de premios fui a colgarle de su pecho, más erguido que nunca, la medalla. “Su” medalla. Otros lucían cuatro, cinco o más, de varios podios, pero la de Sebi valía por mil. Caminó desde la cancha hasta el micro con una sonrisa gigante, un poco más grande de la que mostraba siempre. Posó para las cámaras de los padres presentes y me despidió para cerrar el día con sus compañeros, como un par.
Esa noche, vomitó. Había que hacer lugar para tanta alegría. Pero ni el vómito le pudo borrar esa alegría enorme, dibujada en su carita feliz.